Por: Naty Pineda
Cuando murió mi papá en el año 1968 nos mudamos de Huaraz a Lima. Yo tenia 5 años y mi mamá -viuda por segunda vez y con seis hijos a cuestas- vino a probar suerte a la capital.
Nos esperaba una vida incierta, mi mamá en aquel entonces no tenía empleo, solo un terreno acorralado que nos serviría de hogar. Ella era una de las mujeres más aguerridas que he conocido, no tenía miedo de enfrentarse a las adversidades, y vaya que tuvimos varias.
Empezó a trabajar como negociante, compraba y vendía alimentos, por lo que se levantaba antes que salga el sol y se iba a La Parada a adquirir la mercadería. Un día, cuando tenía alrededor de 7 años, decidí seguirla y vi a un señor en la calle que vendía muchos pollitos, tomé uno de ellos y le pedí a mi mamá que por favor me lo compre. Ella no me hizo mucho caso porque estaba adquiriendo los productos que necesitaba y así me pasé dos cuadras rogándole que me compre aquel pollito.
Para cuando mi mamá notó que tenía el animal conmigo ya era muy tarde para volver porque estábamos a una considerable distancia y ella tenía mucha mercadería para ir a buscar a un vendedor ambulante.
Yo solo me sentía feliz, tenía mi pequeña mascota y eso me bastaba. Lo amaba tanto, era mi fiel mascota, él se acostumbró tanto a mí que me perseguía como si fuera un perrito. En casa, nadie creyó que viviría mucho tiempo al ser tan pequeño, pero yo estaba convencida que, con mi amor, crecería fuerte y sano.
Le puse de nombre ‘Tutú’ y lo sacaba a pasear conmigo cada vez que salía. Hablaba con él y, aunque nadie me creyera, nos entendíamos, yo sabía que me escuchaba. Iba con él a jugar al parque que había frente a casa y él nunca se separaba de mi lado, marchaba junto a mí, como si fuera un perro entrenado y obediente.
Así pasaron los meses y mi querido Tutú se convirtió en un hermoso gallo que, cuando me iba al colegio, salía hasta la puerta a despedirme y que siempre estaba en el mismo lugar cuando regresaba, como haciendo guardia hasta mi vuelta. No sé cómo podría saber mi horario, pero siempre lo encontraba en la puerta y, al verme, sacudía sus alas, como diciéndome lo contento que estaba con mi vuelta.
Un día, llegué del colegio y no encontré a mi Tutú en el lugar de siempre. Esto me sorprendió un poco, pero creí que lo encontraría dentro. Fui a mi habitación y tampoco estaba allí, lo busqué en el patio, la sala, en toda la casa y no pude hallarlo.
Ya con lágrimas en los ojos y creciente desesperación, fui a buscar a mi hermana mayor que acaba de dar a luz y estaba recuperándose del parto. Le pregunté si había visto a mi Tutú, pero dijo que no. Empecé a buscarlo por todo el vecindario, preguntando a todo el mundo si alguien lo había visto, pero no pude encontrarlo.
Lloré por meses su desaparición, tratando de entender qué había pasado con él. No quería comer y estaba muy deprimida. Pero, lo peor vino después cuando descubrí que mi pequeño Tutú no se había escapado, nadie lo había robado, no le había pasado un accidente, no, lo que le pasó fue mucho peor.
Resulta que habían sacrificado a mi mascota querida para preparar un caldo para mi hermana, quien se encontraba convaleciente tras tener a su hijo. No saben cuánto lloré, peor cuando supe que incluso me dieron un pedazo de él (el cuello) en el almuerzo y yo, ignorante de esto, lo comí.
Después de esa experiencia no quise volver a tener otra mascota, tenía miedo que volvieran a sacrificarlo en mi ausencia y no quise encariñarme con otro animal. Hoy, a pesar que han pasado 50 años de todo aquello, aún recuerdo con nostalgia a mi pequeño Tutú.
Les he contado a mis hijos esta historia, pero ninguno cree que un pequeño pollo actúe de esa forma, solo sonríen y me dan palmaditas. Solo dos de mis hermanas recuerdan a mi Tutú y corroboran mi historia, la historia de ese bello animal que se convirtió en mi amigo, mi confidente, y al que no pude salvar. Tutú, estas líneas son para ti, donde quiera que estés, siempre vivirás en mi corazón.
