Imaginen que, al dolor de perder a un familiar, le sumen el ni siquiera saber qué le ocurrió tras desaparecer sin dejar rastro, o dónde está su cuerpo
“Virgen dolorosa, madre de los pobres, madre campesina ¡ay! madre de los pobres… son miles tus hijos desaparecidos, ¿dónde los llevaron? ¡ay! madre de los pobres”
Es difícil imaginar la impotencia, rabia y, al mismo tiempo, temor que invadió a miles de peruanos que un día vieron a sus padres, hijos, esposos, hermanos, ser llevados por terroristas o militares para nunca más volver. ¿Dónde están? ¿Qué hicieron con ellos? Eran sus preguntas constantes mientras eran intimidados, impedidos de buscar en aquellos lugares que, todos sabían, ocultaban cuerpos en descomposición.
Desaparecieron un día…
“Hasta cuándo hijo perdido, hasta cuando tu silencio… no sigas ni torturado, no sigas ni aprisionado…”
Martín Cayllahua. Recuerda claramente la fecha. “Un 14 de marzo de 1991, señorita”, declama Santos Cayllahua Huamaní, al ser consultado por el día en que su papá, Martín Cayllahua, fue secuestrado junto a otras tres autoridades del distrito de Chuschi, en Ayacucho. “Se lo llevaron militares y policías a las cuatro de la madrugada y lo trasladaron hacia la base del cuartel de Pampa Cangallo, y en ese lugar desapareció”, asegura Santos.
Su madre, Irena Huamaní, tocó la puerta de esa base militar por años sin obtener nunca una respuesta. Intentó tocar otras puertas, pero al ser quechuahablante, sus posibilidades fueron limitadas.
Santos y su mamá tuvieron que esperar a la caída del régimen fujimorista para encontrar respuestas. Recién allí, supo que la detención de su padre se debió a que su nombre se encontraba en una lista de diez personas y que el ex teniente EP Collins Collantes, uno de los acusados de su secuestro, ‘seguía órdenes’ al llevárselo. Al menos es todo lo que se le pudo probar.
“Aunque hubo una sentencia, para nosotros lo más triste es no tener ninguna señal de dónde están enterrados los restos de mi padre. Nuestro fin era encontrarlo y el camino para hacerlo fue el juicio, pero este terminó y no llegamos a saber dónde está mi padre. Eso fue lo más chocante”, relata Santos.
Su historia es la de miles de ayacuchanos que, de pronto, se encontraron en medio de un fuego cruzado sin tener un lugar al que huir.
Fortunato Yangali y Sonia Muñoz. La violencia golpeó a su puerta en dos ocasiones. La primera vez Luyeva Yangali tenía solo once años. Fue un 21 noviembre de 1983, en Churcampa, Huancavelica, cuando tres policías fueron a su casa y le pidieron a su padre, Fortunato Yangali, que lo acompañaran. Luyeva lo vio partir sin imaginar que no volvería a verlo.
La segunda fue el 18 de mayo de 1988, cuando su madre Sonia Muñoz fue secuestrada y torturada por militares. La excusa para su arresto fue que un terrorista arrepentido la acusó de haberle entregado una carta. Lo que el terrorista y sus captores olvidaron mencionar fue que Sonia dirigía una oficina de Serpost en Churcampa y su trabajo, justamente, era el entregar cartas.
“Los militares le dijeron que la iban a soltar, que siguiera las órdenes y todo estaría bien. La bajaron del carro en el camino y la hicieron arrodillar”. Pero, en medio de la oscuridad, Sonia sintió dos pequeños golpes a la altura de la nuca. Luego, uno de los militares se acercó y, quizás para no arriesgarse, disparó de nuevo; esta vez al corazón.
Cuando sus verdugos se retiraron, Sonia, que milagrosamente seguía consciente, se levantó en busca de ayuda. “Después de eso huimos a Lima”, comenta Luyeva, quien recuerda lo difícil que fue salir en medio de la noche, dejándolo todo.
“No sabíamos que mi mamá tenía las balas en su cuerpo, ella empezó a quejarse de dolor de cabeza y por eso fuimos al médico. Le tomaron unas placas y es ahí donde se dan cuenta que tenía los proyectiles”, refiere.
Caso Kenneth Anzualdo. “Un 16 de diciembre de 1993 salió de la universidad para volver a casa, pero nunca llegó”, relata Marly Anzualdo, hermana de Kenneth. Aquí empezó la tragedia de esta familia.
Kenny, como lo llamaban cariñosamente, era amigo y compañero de estudios de Martín Roca, quien sentenció su destino por el simple atrevimiento de participar en una protesta estudiantil. Un buen día Martín no volvió, nadie supo que pasó con él, no hubo testigos, ni pruebas.
Kenneth, fue el único de los amigos que apoyó a Javier Roca en la búsqueda de su hijo, sin pensar que poco tiempo después su familia pasaría por la misma situación. “Sabíamos que de alguna forma estaba relacionado con el caso de Martín, porque desapareció dos días antes de declarar ante la fiscalía, pero no teníamos más y eso complicaba la búsqueda”, afirma su hermana.
Lo que su familia pudo averiguar es que Kenneth había subido a un ómnibus de la línea 19B y que lo bajaron unos hombres armados, luego nada más. “Yo no era consciente de los días, los años que pasaban, era como si el tiempo se hubiera estancado el día que se fue, todo era buscar, buscar y buscar”, recuerda Marly, quien relata que para sus padres fue aún peor. “Para mi mamá fue un shock muy grande, ella quería creerle a Martha Chávez cuando decía que se habían fugado”.
Es recién cuando recorren los sótanos del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), y se encuentran unos cuadernos que dan cuenta del ingreso de personas, que pueden encontrar algunas respuestas. “Está la declaración de Sosa Saavedra, quien relata cómo secuestra a Kenneth y la hora en que ingresan al SIE, eso nos da la certeza que se lo llevaron a ese lugar”, sostiene.
La mamá de Kenneth falleció en el 2006 sin tener un cuerpo que enterrar, consciente que su hijo fue un “daño colateral”, un testigo molesto que se debía eliminar. Marly, por su parte, no pierde la esperanza que algún día puedan encontrar el cuerpo de Kenny.
“El objetivo desde el día que Kenneth no volvió ha sido el mismo, de tener un descanso a la incertidumbre. Ya sabemos que no va a volver, pero es igual de doloroso, el hecho que saber que está en los sótanos del Servicio de Inteligencia del Ejército y no poder rescatarlo de ahí. Es como si estuviera preso eternamente y con él lo estamos nosotros, su familia”, refiere Marly.
Abriendo puertas, curando heridas
Reconciliación. Una palabra poderosa que implica perdón, amistad, acercamiento. Fue también parte del nombre de la Comisión que buscó documentar las muertes y las desapariciones durante la época terrorista en el Perú.
17 años después, el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) sigue siendo la mayor memoria colectiva del Conflicto Armado Interno que vivió el país durante más de dos décadas. Fue, también, la esperanza para muchas personas que, por años, buscaron a sus familiares sin obtener ninguna respuesta.
“El informe de la CVR fue una esperanza, el tener una mano amiga y que se pueda lograr algo. Recuerda que esos eran tiempos de impunidad terrible. Inicialmente creímos que no pasaría nada, pero, ahora, nos damos cuenta que fue vital, sobre todo para los familiares de los desaparecidos”, asegura Marly Anzualdo.
Por su parte, Luyeva Yangali, presidenta de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP), comenta que recibió con emoción la publicación del Informe Final, ya que sentía que, después de tantos años, por fin eran escuchados.
“Con el informe de la CVR, mi familia tuvo la esperanza que se sepa la verdad, que se conozcan todas las atrocidades que cometieron tanto terroristas como militares. Yo recibí emocionada el informe, de ahí la emoción ha ido bajando. El informe cumple 17 años y no se ha cumplido todo lo sugerido, algo se ha avanzado en estos años, pero en realidad no hay reparación ni hay justicia”, sentencia Luyeva.
Para las familias de los desaparecidos durante el conflicto armado, la publicación del Informe Final de la CVR fue un gran avance y logro, pues supuso que la historia del sufrimiento de miles de víctimas salga a la luz. Sin embargo, creen que aún falta mucho para hablar de una verdadera reconciliación.
“El informe es bueno, la meta era la reconciliación y la verdad para eso falta mucho. No se puede hablar de reconciliación si no hay justicia ni reparación digna. Es más, hasta ahora, si alguien habla de esos temas hay quienes te miran ‘de otra forma’. Ni siquiera en los libros de educación secundaria lo hablan con la verdad”, sostiene Luyeva.
Sentimiento que es compartido por Marly, para quien, aún hoy en día, existen personajes que tratan de impedir que se conozca lo ocurrido en las décadas de los 80 y 90. “Sentimos que es como un libro oculto, vetado. Hay gente que ni lo ha leído y, sin embargo, lo critica y ningunea. Con todas las fallas que pueda tener esta publicación, es una herramienta muy importante para el país”, sentencia.
Una luz de esperanza
En junio de 2016, el entonces presidente de la República, Ollanta Humala, promulgó la “Ley de Búsqueda de Personas Desaparecidas Durante el Periodo de la Violencia 1980 al 2000”, un gran avance para aquellos que, por décadas, buscaban una respuesta.
Antes de la promulgación de esta Ley, la única alternativa para un familiar de una persona desaparecida era presentar una denuncia penal al Ministerio Público, lo cual le demandaba tiempo, dinero e incluso la búsqueda de testigos. Pero, aún si el culpable era condenado, esto no garantizaba encontrar el lugar donde los restos de sus seres queridos se hallaban o que, inclusive sabiéndolo, no podrían acceder a ellos.
“La ley ha sido un objetivo de familia, inclusive la creación de bancos genéticos es una obligación que le dio la Corte IDH al Estado peruano justamente como cumplimiento de la sentencia de Kenneth”, asevera Marly Anzualdo.
Si bien no existe una cifra oficial, se calcula que son más de 20 mil las personas que se encuentran desaparecidas debido a la violencia armada que vivió el Perú entre los años de 1980 y el 2000. Sin embargo, hasta el 2015, sólo se habían logrado exhumar 3,202 cuerpos, de los cuales 1329 aún no han ido identificados. Y, ahora, con la pandemia producida por el COVID-19, las exhumaciones e investigaciones se han paralizado, atrasando aún más un proceso que de por sí ya es lento.
“Los familiares de las víctimas están falleciendo, por eso la urgencia que la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas ya tenga el banco de datos genéticos. Con eso podríamos identificar a los que están ahí. Lamentablemente para esto no se da mucho presupuesto, hay pocos fiscales, con dos fiscales cómo exhumas tanta gente”, cuestiona Luyeva Yangali.
A 17 años del Informe Final de la CVR, aún hay miles de familias que buscan respuestas y que solo le piden al Estado les brinde la paz de saber qué ocurrió realmente con sus seres queridos.
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