Por: Naty Pineda
Esta es una historia de amor verdadero con un final complicado y una separación inesperada.
Mis padres eran una pareja que este año iban a cumplir 61 años de un matrimonio lleno de amor y comprensión. Mi papá se llamaba Julián Mejía C., tenía 88 años y mi mamá Vilma Roque, de 84 años.
Vivían en Huánuco, en la ceja de selva. Una gran parte de sus vidas la pasaron en el centro poblado de Río Blanco (provincia de Huamalíes). Mi padre cultivaba su chacra mientras mi madre se dedicaba a la docencia.
Nosotros somos varios hermanos, por lo que al ver que mis padres ya eran muy ancianos decidimos traerlos a Lima para poder cuidarlos tengan tratamiento médico, pues por su edad ya tenían complicaciones de salud. Mi papá tenía diabetes, hipertensión y mi mamita tiroides e hipertensión.
Antes de la pandemia empezaron con su tratamiento y chequeo en varios hospitales, cuando llegó la cuarentena la salud de mi papá se complicó ya que empezó a deprimirse porque mis hermanos ya no podían visitarlo.
Allí vino el primer derrame cerebral leve, que se complicó con su diabetes, estuvo en tratamiento y el tercer día le dio dos derrames más que lo dejaron postrado en cama, complicándose con los bronquios y neumonía. Entonces empezó a vomitar coágulos de sangre, ya no podía sostenerse en pie y cada vez su salud se complicaba más. Ya no podía hablar, ni sostenerse de pie.
Al ver que no podíamos hacer nada, y conscientes que los hospitales estaban colapsados por el Covid-19, decidimos llevarlo a una clínica privada que nos pidió 300 soles solo por la consulta, pero mi padre murió antes de llegar, ya no pudieron hacer nada para salvarlo.
Nos recomendaron solicitar al médico de la funeraria que nos de el certificado médico para que la clínica lo reciba en la morgue y así poder llevarlo a casa, ya que no murió por coronavirus. Eso hicimos y pudimos velarlo por dos días antes de mandarlo incinerar a Huachipa.
Mi papá partió y dejó a mi madre llorando ya que había perdido al compañero de toda su vida y, encima, no tenía cerca de sus hijos para que la consolaran. Eso la deprimió aún más.
Ahora solo nos quedan las cenizas del hombre que nos dio tanto amor, que fue nuestra roca en momentos difíciles. La más afectada es mi madre, quedó desolada al perder a su esposo, su compañero, el amor de su vida.
Ella ha elegido creer que su esposo está de viaje, no puede aceptar que está muerto así que cada mañana pregunta por él. A mí, solo me queda consolarla, esperando que la muerte no me la arrebate también.