Un lujo superficial en tiempos de pandemia, pero que puede convertirse en una máquina del tiempo que amortigüe la nostalgia y compense la imaginación
En la década de los cincuenta, el jazz y el soul daban paso, cual guías, a un naciente y efervescente rock and roll; la retina de muchas personas capturaba a las grandes figuras del cine como Marlon Brandon y Ava Gardner mientras que, en distintos países, se sentía en la atmósfera el aire de una sociedad cambiante, siempre desigual, pero que empezaba a movilizarse para contemplar la vida de una manera distinta.
La música y los medios de entretenimiento configuraron aquí un escenario diverso que, en muchos casos, buscaba romantizar e innovar las distintas maneras de ser y hacer. Es en esta época que entre tantas novedades se consolida una de las más simbólicas actividades cinéfilas: el autocinema.
Creada inicialmente en los años veinte como una suerte de proyección colectiva de lo que hasta entonces era la máxima del cine: las cintas mudas, fue patentada oficialmente en 1932 de la mano de Richard Hollinshead, quien contribuyó a impregnar de romance y nostalgia a este formato al atribuirle la razón de ser a su madre, una mujer mayor que por tener obesidad no podía asistir a las salas de cine convencionales. Hollinshead da inicio así a uno de los sistemas de proyección audiovisual más originales de la historia.
Apogeo
Para la década de los cincuenta, los autocinemas habían copado casi todo Estados Unidos e ingresado al mercado internacional con la apertura de la primera sala en México, el Autocinema Lomas: “Gigantesco, suntuoso, cómodo”, como anunciaba el letrero.
Como es natural, personas de otros países empezaron a dejarse llevar por su encanto y la curiosidad por este innovador formato, que les ofrecía una mayor privacidad e intimidad en sus encuentros cinéfilos. La premisa era sencilla: una pantalla grande, un proyector de cine y un área donde estacionar el auto y disfrutar.
Es así que, en 1953, se abre en el Perú el primer autocinema del país, “Drive in”, ubicado en San Isidro, donde ahora se erige el edificio del Banco Continental. Allí se proyectó como primera película “Las aventuras de un humorista”, y los limeños pudieron saborear la experiencia de ver una cinta encapsulados en lo que parecía el futuro. Sin embargo, a pesar de la continua asistencia, este autocinema apenas sobrevivió 23 años.
Con la popularización del televisión a color y los nuevos medios audiovisuales, el atractivo por los autocinemas fue decayendo, sumado al encarecimiento de diversos servicios para los ciudadanos y la imposibilidad de muchos de acceder a un auto. La demanda cayó y apenas en el globo sobrevivieron Estados Unidos, España y Alemania.
La nueva normalidad
A pesar de lo adverso de la pandemia, los nuevos tiempos siempre son impulsadores de innovación y revaloración, y esta no es la excepción. Distintas iniciativas privadas han visto en los autocinemas el horizonte para no solo la reactivación económica del sector del entretenimiento, sino para aliviar la sed de nostalgia e imaginación que muchas personas perdemos en tiempos violentos.
Si bien puede considerarse un lujo, los autocinemas pueden ser un camino para paliar los efectos de la cuarentena al escapar por instantes del tiempo y espacio, pero sin abandonar la seguridad de la distancia social.
Es así que en el Perú, luego de 45 años, se reabrió este formato. En julio pasado se inauguró Autocinema+, ubicado en el Jockey Plaza, y hay otro aún en etapa de prueba: Arnold’s, en la Costa Verde. Los boletos para ver clásicos del cine como Psicosis o Fiebre de sábado por la noche, así como estrenos más contemporáneos, pueden ser adquiridos a través de la plataforma Joinnus, por un costo de S/. 55 por vehículo.
La ciudad volverá a ser iluminada por una pantalla enorme que unirá a quienes la vean desde la comodidad de sus autos, sin la necesidad de moverse para adquirir los complementos necesarios que incluyen, por supuesto, una bebida y la imprescindible canchita. La propuesta está ahí, solo basta tener un auto y atreverse, quizá con el tiempo, a encapsularse en el tiempo y dejarse llevar.
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