Una protesta que se desarrollaba pacíficamente, terminó con heridos de gravedad, detenciones arbitrarias y caos total
Este jueves 12 de noviembre, la ciudadanía realizó una masiva movilización contra el gobierno de facto de Manuel Merino. Los asistentes, en su mayoría jóvenes, buscaban que sus voces se hagan escuchar y lleguen no solo al Congreso de la República o Palacio de Gobierno, sino a un mundo que no puede permanecer indiferente.
Las personas empezaron a llegar antes de las 5:00 p.m., hora en que se citó a los manifestantes. A las 6:00 p.m. ni un alma podía ingresar a la Plaza San Martín, lugar principal de la concentración.
Pocos minutos después, la marcha empezaba a desplazarse por la avenida Nicolás de Piérola. Carteles con mensajes como “Merino no me representan”, “Congreso golpista”, “Fuera Merino”, “Se metieron con la generación equivocada”, eran los más frecuentes.
Durante el trayecto entre Piérola, las avenidas Tacna, Paseo Colón, Grau, se vivió una marcha pacífica. Las personas cantaban, danzaban, vitoreaban frases como “Perú, te quiero por eso te defiendo”. Banderas flameaban al compás de los canticos.
Desde los edificios, negocios, muchos simpatizantes asomaban a las ventanas a mostrar su apoyo a los marchantes. Letreros con “Merino no es mi presidente” o cacerolazos se hacían presentes desde diferentes puntos, así como aplausos contundentes.
El punto de quiebre ocurrió al llegar a la avenida Abancay. Un muro policial impedía que se pueda avanzar hasta el Congreso de la República. Algunos manifestantes (y otros que, sospechosamente, aparecieron de la nada) empezaron a lanzar algunos objetos a los efectivos.
Esta excusa fue suficiente para que los policías iniciaran un feroz ataque a todos los que se encontraban presentes, incluso a quienes solo observaban parados con cárteles y los propios periodistas.
De pronto todo fue un caos. Los gases lacrimógenos y gas pimienta se repartían por mayor, la gente salía despavorida, intentaba escapar del lugar, algunos que no llegaban a alejarse demasiado se ahogaban entre el humo, mientras que otros eran derrumbados por las mismas bombas o perdigones que eran arrojados al cuerpo sin temor.
Las personas se dispersaban y la policía los cercaba, arrojando más bombas lacrimógenas a pesar de los pedidos desesperados de quienes ya no podían respirar.
Uno de esos perdigones impactó en un joven que cayó malherido. Un grupo de brigadistas quiso sacarlo del sitio, pero las bombas lacrimógenas los perseguían. Dieron media vuelta e intentaron salir por el otro extremo, en Abancay, pero nuevos gases empezaron a llegar. Los brigadistas gritaban una y otra vez que les den un respiro para poder trasladar al herido, pero sus pedidos eran ignorados.
Tuvieron que retroceder y, cubiertos por otros jóvenes que sirvieron de escudo, pudieron finalmente salir de ese infierno y llevar al hombre al hospital más cercano para que puedan atenderlo.
Pero, las cosas no acabaron aquí. Aunque las personas se iban retirando, los policías fueron detrás de ellos por varias avenidas. La represión siguió por horas. Se reportaron varios heridos, abusos, incluso ternas camuflados que intentaban crear caos. En un video se puede ver cómo un grupo de personas acusan a un hombre de ser un terna y este saca su arma y empieza a disparar al aire.
Otro, muestra como un grupo de efectivos reduciendo y golpeando en el piso a un solitario joven que caminaba por la calle y que alzó los brazos al verlos llegar.
Varios videos más mostraban otros abusos: una mujer desmayada que es arrastrada por policías, un grupo de efectivos que gritan ¡mátalo!, otros que disparan gases y perdigones directo a los manifestantes y periodistas. Incluso, las reporteras de este medio que cubrían la protesta resultaron mal heridas.
Relatos de una periodista
El objetivo era ir al frente. Registrar el giro por Nicolás de Piérola y desembocar en la histórica Plaza San Martin. En toda protesta se sienten los minutos previos al desastre, al conflicto; sin embargo, anoche el cambio fue repentinamente. A pesar de la experiencia previa, el ambiente de música y cantos engordaron la confianza de esta periodista: era posible mantener la calma y continuar la marcha. Grave error.
El primer gas lacrimógeno cayó a pocos metros, era previsible que la avalancha de ciudadanos iba a retroceder en busca de un espacio más seguro. Lo más racional era entonces ir hacia la pared, hacia el respaldo que proteja de los empujones y huir del gas. No se pudo. Nunca antes había detestado la presencia de una bicicleta pero fue precisamente esa la que me atoró el pie e impidió que me levante. Insté, con desesperación, a mis compañeros que me ayudarán a ponerme de pie, pero ellos también eran empujados. Sentí entonces sus brazos alejarse entre la multitud. La situación ya estaba fuera de control.
Las personas terminaron por arrojarme al suelo y sentí que mi muerte sería dolorosa. Las historias sobre asfixia de emblemáticos casos de turba desesperada como en Utopía y Mesa Redonda que cobraron más vidas por el temor que por el fuego llegaron a mi mente como lecciones del pasado. Protegí mi cabeza y me coloqué en posición fetal esperando reducir el dolor de las pisadas y empecé a gritar: ¡Estoy en el suelo!, ¡Estoy en el suelo!…
A los segundos, unos brazos me tomaron por las axilas y de un tirón me pusieron de pie. Alcancé a acomodarme los lentes rotos y tomar mi celular, mientras que el protector fácil y las dos mascarillas que llevaba puesta quedaron en el suelo. Ahora ciega, seguí a los cuerpos que tocían en dirección al jirón Inambari. Cubrí mi nariz y boca con la mochila que tenía y luego con papel higiénico mientras observaba a todos deambular suplicando por vinagre y agua: el temor era ahora contraer COVID-19 o morir ahogada.
La salida a esa calle también era bombardeada con gases lacrimógenos, algunos huían y los atravesaban. Sentí subir el ardor e irritación en los ojos y garganta, busqué mi vinagre pero también se había caído, entonces empecé a buscar con miopía alguna silueta que tuviera. Tenía que salir de ahí, me había salvado de morir aplastada para dejarme morir ahogada. Por fortuna, encontré a unas chicas que ofrecían vinagre, fui hacia ellas y le indiqué a una, sin esperar respuesta, que no tenía mascarilla: “yo tengo una” dijo ella, mi rostro se iluminó. Corrió a su mochila para regalarme una. Sentí el segundo alivio.
Ya con más seguridad, acepté el rocío de vinagre y me ofrecieron un paño propio que me protegiera. Ya no estaba sola. Ellas también buscaban salir y no comprendían, al igual que yo, porqué la policía seguía arrojando gases a las únicas salidas de una calle que concentraba ciudadanos acorralados. Queríamos salir, necesitábamos salir.
El gas se disipaba y regresaba, no tenía cuando acabar. Si no salíamos de ahí en ese momento, no salíamos nunca. En la primera reducción del gas corrimos por el jirón Ayacucho rumbo a Grau. Avanzamos sin mirar atrás deseando que no arrojasen otro gas mientras salíamos. Conforme las calles se aclararon, observé mi pantalón roto y mi ropa sucia, y por fin pude tomar el celular y llamar a mi compañero para contarle que estaba a salvo.
Coordinamos como punto de encuentro el cruce de Grau con Abancay y, cuando nos vimos, nos abrazamos y lloramos de alivio porque realmente sentimos que el resultado pudo ser peor, incluso fatal. Él, al igual que mi editora, a quien llamé luego, fueron empujados y rociados con gas lacrimógeno de manera excesiva, llevándolos incluso a un ataque de asfixia.
Ya en el Real Plaza y con el cuerpo adolorido, agradecí a la vida por la oportunidad de continuar y, una parte de mi que no abandona a Dios, le agradeció por el ciudadano o la ciudadana que me levantó y permitió seguir. De igual forma, por las chicas que me auxiliaron y me brindaron, sin querer, el valor que a veces ofrece la compañía.
Me retiré de la protesta pero los abusos continuaron. Amigos de la universidad y compañeros periodistas registraron la innumerable cantidad de manifestantes pacíficos bombardeados y petardeados por los agentes policiales. ¿Si hubieron ciudadanos violentos? No lo sé, de eso hablaran las pruebas. Pero lo que sí presencié fue el irracional accionar de los policías, el cual lamento, y el reconfortante apoyo de varios manifestantes, el cual agradezco y por el cual pedí fuerzas y protección al llegar a casa.